Los recientes avances en neurociencia, y en las ciencias de la vida en general, han hecho posible no solo tratar y restaurar las funciones dañadas, sino la posibilidad de algún día mejorar las funciones en la población saludable. Las amplias aplicaciones de la biotecnología y medicación farmacológica se dirigen a los mecanismos próximos que se consideran deficitarios en los pacientes. Recientemente, se ha mostrado como algunas de estas medicaciones pueden afectar comportamientos complejos humanos, como la moral en personas saludables (Crockett et al. 2015), lo cual abre la puerta para un entendimiento más profundo de la naturaleza humana. ¿Hasta que punto es éticamente permisible alterar la neuroquímica o modular una región cerebral para intervenir en el comportamiento moral?, ¿es intrínsecamente malo la biomejora moral?, ¿cómo podemos conocer los efectos adversos y cómo sopesarlos en un análisis coste/beneficio de una intervención?, ¿la biomejora moral supone una amenaza a la libertad? Considerando dos posturas opuestas, DeGrazia (2014) y Harris (2011), sobre los retos éticos de la biomejora moral se sugiere que si los principios tradicionales de la bioética como la seguridad, efectividad y universalidad se cumplen no hay nada malo en la biomejora moral per se y, por consiguiente, es éticamente permisible.